El instinto de aventura es algo que nace con el hombre. Le aporta el goce específico y la satisfacción necesaria para que su existencia mantenga el sentido.
Pero, las aventuras son cosa temporal y perecedera. Y ello impulsa al ser humano a un continuo resurgir, siempre en busca de nuevos horizontes donde saciar sus ansias y evitar el aburrimiento. La vida es, en si misma, la mayor aventura.
Pero las rutinas y la monotonía cotidiana nos hacen perder de vista sus alicientes, transformándola en algo carente de sentido.
Tan solo la obediencia a Dios puede devolverle su sentido global y convertirla de nuevo en una aventura agradable y motivadora.
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