Sería un error creer que los sentimientos de soledad sólo afectan a las personas conflictivas y retraídas. Más bien se trata de un fenómeno general muy propio del espíritu de nuestra época.
En tiempos pasados, el hombre pertenecía a un medio: la familia, el respeto filial, la la mayor intimidad de la camaradería en el trabajo y la comunidad de fe, daban a la vida del individuo un marco de referencia. Un conjunto de concepciones comunes lo ligaba a la sociedad a la que pertenecía.
Hoy, tristemente, todo esto se ha perdido. La vida en familia se ha desvanecido en medio de una maraña de obligaciones e intereses personales, cuando no de la TV; y la gran empresa, con su continua rotación de personal, hace que millones de hombres y mujeres trabajen casi en el anonimato. Obligado a construir su filosofía personal sin referentes culturales, deslumbrado por unos conocimientos científicos y tecnológicos que le proporcionan más ilusiones que conocimientos, en el siglo XXI, el ser humano se ve presa de un vacío interior y se siente solo.
Solamente la comunidad cristiana –nos dice Tournier– puede responder a la inmensa sed que atormenta al mundo de hoy. Solamente Cristo puede transformar nuestra soledad y miedo en una experiencia positiva y refrescante.
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